Estos diputados nuestros son simplemente monigotes, hombres
y mujeres de goma que sientan en los escaños del congreso sin otra función que
aplaudir lo que diga su jefe de filas y votar lo que indique su jefe de grupo
parlamentario. Esas son sus solas funciones y para esa faena sobran todos,
todos.
Uno, en su ingenuidad, suponía que los discursos que se
pronunciaban en el parlamento tendrían la finalidad de convencer a un número
más o menos numerosos de diputados para
que apoyaran las tesis del orador. Si alguien me dice que esa es realmente la
finalidad de las intervenciones parlamentarias, habrá de admitir que hasta la
fecha ninguno de los oradores lo ha conseguido. Los resultados de las
votaciones se conocen de antemano. ¡Vaya pérdida de tiempo y de recursos!
Esta democracia es solamente nominal. Necesita un cambio
total. El poder viene de arriba hacia abajo cuando debería ir de abajo hacia
arriba. Quiero decir que aquí los que desean ocupar cargos de máxima
responsabilidad, en vez de ganarse el favor de los ciudadanos, se esmeran en
ganarse el favor de las cúpulas (corrompidas) de sus partidos; estas cúpulas,
mediante las oportunas cópulas con los poderes fácticos, se encargan de ganar
las elecciones correspondientes a golpe de talonario; son marionetas en manos
de dichos poderes reales; principalmente del sistema bancario que financia sus
campañas electorales y luego, si son buenos y sumisos, les condonan las deudas.
No es extraño entonces que la corrupción se haya desbocado y nos lleve a galope
tendido al precipicio de la indigencia moral, mucho más dolorosa e insoportable
que la pobreza económica en donde nos están sumergiendo.
Nuestros representantes políticos han de ser, en este estado
de cosas, forzosamente sumisos, dóciles y castrados de imaginación y
creatividad. Caso contrario nunca figurarán en una de esas listas que elaboran
dictatorialmente las correspondientes cúpulas (forzosamente corrompidas) de los
partidos. Esto es tan obvio que ya están pretendiendo sustituir las listas
cerradas electorales por listas abiertas en un juego de manos destinado a
engañarnos de nuevo. Las listas abiertas no solucionan nada en absoluto; su
único resultado sería complicar todavía más el recuento de votos y la
aplicación de la jodida ley D’Hont para la asignación de escaños.
El primer paso hacia una democracia real es que no haya
listas en absoluto. Hay que implantar para elegir nuestros representantes en el
congreso de los diputados un sistema de circunscripciones electorales mucho
menor, por ejemplo un representante por cada cien mil habitantes o algo así. En
cada circunscripción sólo resultaría elegido el candidato más votado
(preferiblemente por un sistema de doble vuelta).
Este representante así elegido se sentiría realmente
poseedor del poder delegado de sus electores y responsable ante ellos de su
gestión posterior. Cada candidato tendría que ganarse a pulso la confianza de
los votantes de su circunscripción. Habrían, ineludiblemente, de estar más
concernidos en los problemas reales de la gente sin importarles apenas nada el
favor arbitrario de las cúpulas partidarias.
El poder así iría de abajo hacia arriba como en esas torres
humanas que hacen los catalanes; dentro de cada partido, el de arriba necesita
apoyarse en los de abajo, en las bases.
Lograríamos así regenerar esta política podrida. Es muy
fácil. Basta con modificar la ley electoral. Fácil de hacer, pero imposible de
conseguir mientras sean las cúpulas (repito, corrompidas) de los partidos las
que hayan de propiciar ese cambio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario