Ya ha habido negros muertos al intentar acceder a España. En
este caso no ha sido el caso de la patera que naufraga. Se ha tratado de un
grupo numeroso que pretendía entrar a nado y que ha sido rechazado por los
nuestros empleando material antidisturbios. Algunos negros se pusieron
nerviosos y el resultado fue decena y media de cadáveres; algunos arrojados por
el mar a la costa más cercana, la nuestra.
La presión migratoria sobre nuestras plazas de soberanía es
muy fuerte. Nuestro ministro del interior habla de cuarenta mil negros
apostados en el Gurugú a la espera de saltar las cada vez más altas vallas de
la frontera. Sería una especie de invasión de los bárbaros, parece ser.
Ante esta situación nos estamos comportando como los
defensores del fuerte atacado por los pieles rojas. Somos los buenos y eso nos
autoriza a emplear el grado de fuerza necesario para rechazarlos. No vamos a
dejar que entren a mogollón. (Grandes aplausos).
Sin embargo olvidamos algunas cosas:
A principios de 1.939 muchos españoles sintieron amenazadas
sus vidas ante el avance victorioso de los sublevados del general Franco.
Comenzó un éxodo importante hacia la frontera con Francia. Nuestros vecinos,
los odiados gabachos, no desplegaron medios activos ni pasivos de disuasión
ante la avalancha de gente que buscaba su salvación en otros países; por el
contrario, abrieron la frontera para que aquellos españoles escaparan a su
suerte. Aquel río de fugitivos fue encauzado ordenadamente y les ofrecieron
refugio seguro, aunque las condiciones de los campos de internamiento no fueran
las mejores imaginables.
Otros muchos países tienen ahora mismo serios problemas
internos (genocidios, hambrunas, etc) y sus habitantes buscan desesperadamente
amparo en as naciones colindantes. Ninguna de estas naciones, salvo alguna
excepción cruel, ha dispuesto medidas “pasivas” para lesionar, tullir o joder
en suma a los refugiados que llegan en tropel. Encauzan su llegada y los acogen
en campos de refugiados solicitando al mismo tiempo el apoyo de la comunidad internacional
para atenderlos.
Pero nosotros parecemos ser de otra madera. Rezamos para que
los que la pobreza obliga a exiliarse de sus entornos más queridos, se mueran
en las arenas de los desiertos, se ahoguen en los abismos de los mares o sean
apaleados y por la gendarmería de algún país intermedio a cuyos agentes
felicitamos más en cuanto más contundentemente actúen en ese sentido. Luego,
cuando los supervivientes rozan la meta de su entrada a nuestro suelo, los
disuadimos con concertinas militares y material antidisturbios. Finalmente, los
expulsamos al amparo de leyes que hacemos ad hoc o, si nadie nos ve,
sencillamente los expulsamos “en caliente”. ¡Viva España! Parece que somos más
patriotas cuanto más despiadadamente nos pronunciamos en este sentido. Sin
embargo no he conocido a ningún español que este dispuesto a pasar las
penalidades que sufren esos subsaharianos para vivir en España. Yo creo que se
merecen un cierto respeto.
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