Hay siempre el caso del nacido en la extrema pobreza que, por su propia valía, alcanza los más altos niveles de éxito, pero una sociedad no se compone de seres excepcionales sino de gente normal que si nace pobre, se instruye apenas y no puede atender debidamente a su salud, se encuentra condenada de por vida a competir sin esperanza alguna con el nacido rico, bien instruido y con buenos cuidados sanitarios. Llegar a sentir este nivel de empatía es lo que podemos llamar fraternidad, solidaridad, quizás caridad si esta virtud no hubiera sido desvirtuada contaminada por la limosna. Es caritativo no el que da limosna y atiende a los pobres, sino el que acepta de buen grado que los que el esfuerzo fiscal (no confundir con la presión fiscal) sea igual para todos y que el poder público sea el que atienda a que todos tengamos acceso a una sanidad y a una educación óptimas dentro del grado de desarrollo general del estado. Es decir la caridad está más en sintonía con la justicia social que con la beneficencia.
El éxito de una sociedad nacional no debe medirse solamente por su nivel promedio de renta nacional sino por la mayor o menor igualdad de oportunidades de todo tipo entre todos sus componentes.
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