En España los partidos del sistema pueden cuestionar todo: la corona, la constitución, el idioma, la bandera, pero hay dos cosas incuestionables:
El marco capitalista y
La ley electoral.
Se cambiará antes la constitución que la ley electoral porque los partidos, sus cúpulas, no pueden permitirse el lujo de no controlar a los “representantes del pueblo”, o a sus organizaciones, o a sus “aparatos”, aún sabiendo, como saben, que ese método electoral de listas produce inexorablemente una selección al revés de la clase política a todos sus niveles.
No se selecciona a los mejores, sino a los más sumisos que suelen ser los más viles y los más incapaces. Unos partidos así configurados quedan privados de toda posibilidad de regeneración.
Con la excusa del orden, la seguridad o la eficacia, la actual democracia ha privado al pueblo de las libertades de la que se dice valedora. Entre otras de la potestad de elegir a sus representantes, traspasada a las cúpulas de los partidos al tiempo que éstas pasaban a ser rehenes de su creciente necesidad de financiación. Cuando no se lucha por ideales sino sólo por el poder y cuando los equipos no se seleccionan por méritos y capacidades sino por el grado de sumisión y obediencia, lo normal es que esas sumisiones y obediencias deriven de motivaciones viles, puesto que ya no se contemplan ideales por los que luchar,
Todo esto produce la secuela de la corrupción de la vida pública. Si el ideal no existe, todo está permitido y cualquier precio puede ser pagado. La obtención del poder todo lo compensa, incluso los gastos necesarios para ello. Pero el que paga, manda y los partidos, que privaron a los ciudadanos de la libertad de elegir, terminan por perder la suya a manos del capital. Nuestros partidos vieron claro que el verdadero filón para su financiación no era la creación de grupos industriales o financieros propios, sino la corrupción a gran escala; buscando la autonomía económica encontraron un sucedáneo en la planificación urbanística y en las comisiones de los contratos públicos grandes o pequeños. En estos dos asuntos existe un absoluto consenso sobre el reparto del botín según se esté o no en el poder
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