sábado, 23 de abril de 2011

CUENTO DEL CURTIDO MERCENARIO

Me regalaron una escopeta de aire comprimido. Tendría yo entonces diez u once años. Era un buen estudiante y mis notas habían sido brillantes.

Aquella escopeta disparaba balines de plomo con cierta precisión a unos treinta o cuarenta metros; me ayudó a no aburrirme demasiado aquel verano. Solíamos ir a pasar julio y agosto a una remota finca que teníamos en algún lugar demasiado lejano para entonces al que accedíamos todavía en una galera tirada por un caballejo a pesar de que ya había recién terminada la segunda guerra mundial.
Allí teníamos tiempo para dar y regalar; nuestros quehaceres eran trepar a los árboles, recorrer los campos, montar en bicicleta, hacer arcos y flechas con cañas todavía verdes que arrancábamos de las orillas de la acequia en donde también echábamos barquitos hechos con las hojas de esas mismas cañas participando en regatas emocionantes hasta la meta en el puentecito que llevaba a la casa de un vecino próximo. De tarde en tarde venían algunos zagales del pueblo a jugar con nosotros en la era donde se había trillado un la cosecha de cereales el mes anterior. Jugábamos entonces reñidos partidos de futbol con un balón de reglamento que le habían regalado a mi hermano mayor.




Aquel año añadí a mis actividades el tiro con la escopeta. Me había llevado una caja con mil balines (entraba en el precio de compra) y cuando hube gastado apenas doscientos ya era todo un tirador experto. Era capaz de acertar a una piedra no mayor que un dado de parchís colocada a veinte metros. Entonces me aburrí de nuevo y la escopeta quedaba arrinconada un día tras otro encima de un arcón donde se guardaban las cosas más inverosímiles; aquello anticipaba el abandono total y entonces mi padre me sugirió que cazara pájaros.
Había pájaros de todas clases, gorriones, totobías, porputas, aviones, golondrinas, palomas, cuervos, etc. Todos cruzaban mi campo de visión como dardos fugaces y juguetones proyectados sobre un cielo azul increíble de azul. Al caer la tarde, cuando cesaba el enervante sonido de las chicharras, se posaban a docenas en las ramas de los pinos. Se acicalaban con sus picos y, seguramente, comentaban las incidencias banales de la jornada. Así que una tarde fui al arcón de los olvidos y recobré la escopeta junto con un buen puñado de balines. Salí fuera. El sol empezaba ya a caer para esconderse detrás de la gran balsa y los árboles estaban cuajados de pájaros, ya digo, porputas, gorriones…
Pude llegar sin que se asustaran y levantaran el vuelo como a unos escasos ocho o nueve metros; eran blancos perfectos para un experto tirador como yo había llegado a ser después de haber gastado cerca de doscientos balines. Perfectamente alineado con el punto de mira, el alza y mi ojo se encontraba un confiado gorrión que se despiojaba afanoso. Contuve la respiración, marqué con exactitud los dos tiempos al hacer presión con mi dedo curvado sobre el gatillo y tras el escaso y sordo estampido de la escopeta ví, sorprendido, que el gorrión se alejaba volando. El balín debió impactar en la rama sobre la que se posaba y lo había alarmado. No acertaba a explicarme como había podido errar un blanco tan grande a una distancia tan corta cuando acertaba sin fallo alguno piedras, pequeñas como dados de parchís, a más de veinte metros.
Lo intenté de nuevo con otro gorrión, pero fallé de nuevo. Después probé acertar en una paloma gorda como una gallina y la paloma escapó indemne. Erré el blanco avícola en más de veinte ocasiones antes de comprender que nunca podría matar un pájaro. Una cosa era arrearle un buen disparo a una piedra y otra muy distinta segar la vida de un pájaro capaz de volar, palpitar y acicalarse posado en una rama.

Lo irónico del caso es que, muchos años más tarde, las circunstancias de la vida me llevaron a enrolarme como mercenario en una de esas extrañas guerras africanas en donde tuve ocasión de matar humanos… y lo hice más de una vez sin errar ni un solo tiro. En algún lugar de la vida, en algún oscuro y olvidado rincón de mi biografía debí perder aquella inocencia de mis once años.

2 comentarios:

El Recovero dijo...

Este cuento es muy muy bonito.

El Recovero dijo...

Ese comentario anterior no lo hizo el Recovero.Lo hice yo Mari.