sábado, 30 de abril de 2011

MI GATO RODRIGO

Poco antes de que yo comenzara a ir al colegio, trajeron a casa una gata. Algunos meses después parió una camada de gatitos. Nos quedamos con uno solo; los demás no se que fue de ellos. Tampoco recuerdo cual pudo ser el resto de la vida de la gata (quizás mi hermana Meme recuerde su nombre).

El gato que se quedó con nosotros se llamó Rodrigo (tampoco se el motivo de ese nombre). Era un gato romano, guapo, buen mozo, espabilado y aventurero. Lo recuerdo principalmente porque era el eterno acompañante de mi cama; bueno, sólo si hacía frío o si yo estaba enfermo. Cada noche se subía para dormir conmigo acurrucado sobre la colcha lo más en contacto posible con mis piernas.
De igual modo, en invierno, cuando nos reuníamos toda la familia en torno a una mesa camilla bajo la que había un brasero de carbón, Rodrigo me buscaba para aposentarse encima de mis piernas y dormir al calor horas enteras. Cuando no me encontraba se subía a cualquier otro regazo que lo quisiera acoger (no todos querían, era una pesadez decían tener al gato encima); en última instancia se metía debajo de la mesa y se sentaba al borde de la lumbre, pero casi siempre se descuidaba en la manera de colocar el rabo y acababa chamuscándose la punta; entoces salía disparado como un rayo, corriendo por el largo pasillo de la casa y dejando un rastro ahumado con olor a pelo de gato quemado.
En el sentido más estricto y profundo del término, Rodrigo era uno más de la familia. Los amigos, los conocidos nacen en algún lugar ajeno y luego, más tarde, ya criados, llegan a nuestras vidas, vienen a nuestro entorno que, más o menos, contaminan con el suyo. En cambio los de la familia no venimos de ningún sitio, nacemos ya entre nosotros, y ese fue el caso de mi buen gato Rodrigo que un día, salió como era usual en él, para darse un garbeo por los tejados y ya no volvió nunca más. Tuvo la delicadeza de no dejarnos verlo envejecer, pero nunca le perdonaré que me abandonara así, sin avisarme antes.

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