Uno puede llegar a entender cualquiera de las dos posturas extremas en lo relativo a la posibilidad legal del aborto. Si se es católico y se identifica con las tesis papales, el embrión humano es una persona de pleno derecho y nadie está facultado para quitarle la vida; el alma se insuflaría en él en el instante mismo en que se produjera la fecundación inicial del óvulo femenino. Por el contrario, si uno cree que el alma no es sino un sistema material del cuerpo humano que, como el resto de órganos y sistemas, se va desarrollando durante la gestación, el embrión no goza de la categoría de persona; por lo tanto, la mujer portadora del mismo, debe estar facultada para decidir sobre el mismo en completa libertad.
En el primer caso se postula la prohibición legal del aborto.
En el segundo caso, un aborto legal antes de que el embrión humano se convierta en feto.
Lo que soy incapaz de entender es la postura intermedia que se quiere imponer retrotrayendo la ley del aborto a su estado de 1985.
Entonces se consideró que había diversos tipos de personas; unas con derecho a la vida desde su estado embrionario y otras a las que este derecho se les negaba: los embriones consecuencia de una violación no eran personas inviolables, ni tampoco los embriones con previsibles taras físicas o mentales que, como en Esparta, podrían ser arrojados a la muerte desde una imaginaria roca Tarpeya.
Y este salto atrás se quiere hacer ahora en nombre de la muy peculiar moral católica del nuevo ministro de justicia. ¿Por qué no la suprime del todo? Sería más coherente, pero en tal caso hasta las personas más influyentes habrían de volver a trasladarse al extranjero para abortar; con la ley del 85, estas persona siempre encontrarán un resquicio legal para aducir que están comprendidas en los supuestos eximentes aun cuando no sea cierto. Otra vez aquello de que AL POBRE, PALO.
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