domingo, 8 de mayo de 2011

EL CUBO DE RUBIK

Julio no había podido nunca resolver el problema que plantea el cubo de Rubik. Las exactamente 43.252.003.274.489.856.000 combinaciones posibles del rompecabezas habían resultado demasiado para sus posibilidades excesivamente racionales; además nunca había querido que nadie le enseñara como resoverlo o, al menos, le iniciara en algún camino hacia su resolución.

Se había dedicado a ello con verdadero entusiasmo allá hacia los años 80 del pasado siglo XX, pero a pesar de que entonces todavía conservaba en muy buena forma sus capacidades mentales no había conseguido nada, absolutamente nada.

Cuando ya más o menos harto lo abandonó para dedicarse a otros menesteres, el cubo permaneció totalmente mezclado en un cajón de su mesa de despacho. Lo olvidó, vivió su vida, sus hijos crecieron, nacieron sus nietos y el cubo siguió estando allí, abandonado, junto a una grapadora, dos gomas de borrar y un lapiz bicolor azul y rojo. Entre tanto alguien estableció el record de resolver el maldito rompecabezas en poco más de once segundos, lo que llenó de consternación el ego de don Julio.
Y llegó la vejez y sus achaques. Le diagnosticaron un grave mal. Postrado en su cama se aferraba a la vida aunque los doctores no le daban más de una semana de vida.  Un buen día, uno de sus nietos pequeños se entretuvo curioseando la mesa de despacho del abuelo y encontró el olvidado cubo de Rubik, le gustó y ni corto ni perezoso entró en la alcoba del enfermo y le mostró su trofeo.
-¿Me lo regalas, abuelo?.
El anciano miró a su nieto como si de repente hubiera recordado alguna cosa muy importante.
-"Dame eso, Marianito, dentro de poco será tuyo, pero déjamelo a mi ahora, por favor".
El niño le dio el cubo a su abuelo y salió de la habitación con gesto contrariado.
Desde ese día, don Julio se afanó de nuevo en resolver el rompecabezas aquel. No dormía apenas, sólo giraba una y otra vez aquellos endemoniados cuadros de colores que se resistían a regresar a su orden primitivo. De vez en cuando se rendía al cansancio y se quedaba dormido aferrado al cubo como si se tratara de su joya más preciada.
Afanado en esa incesante labor pasó la semana en la que expiraba el plazo que los doctores habían calculado para su muerte. Luego pasó todavía otra semana y luego un mes, cayeron las hojas de los árboles, llegó la navidad y después una nueva primavera. El anciano giraba y giraba las caras multicolores dominado por una especie de frenesí, el rostro tenso y las manos febriles. Sus familiares se turnaban para hacerle comer algo o darle alguna medicina o simplemente para compadecerse e intentar darle resignación y consuelo. Cuando se dormía lo arropaban e intetaban, sin éxito, quitarle aquel juguete. Se despertaba si alguien lo intentaba y se ponía de nuevo a la tarea. Pero un día una de sus hijas entró e intento de nuevo, muy suavemente, retirar el cubo de sus manos. El anciano no opuso resistencia alguna. Había muerto y tenía el rostro extraordinariamente sereno. La hija miró el juguete que acababa de quitar de las manos del padre muerto y vio que estaban todas las caras en orden. Por fin había podido morir en paz.

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