domingo, 8 de mayo de 2011

FLORA Y FAUNA. Un cuento triste.

Conocí a Faustina al habernos correspondido mesas contiguas en la prueba escrita del entonces llamado "examen de estado" con el que se culminaban los estudios de bachillerato. Tuve la suerte de encontrar con rapidez la solución del los problemas de matemáticas, de traducir en un santiamen el texto latino y de dominar lo suficiente los temas de las redacciones alternativas como para terminar mi examen muy pronto. Fue entonces cuando Faustina me pidió ayuda.

Tuve tiempo de pasarle los problemas solucionados, la traducción de latín y de bosquejarle la redacción distinta de la mía. Por primera vez en mi vida me sentí admirado por una mujer y me gustó. Nos hicimos amigos y nos estuvimos carteando durante algún tiempo. Luego la cosa se fue enfriando; nuestras vidas tomaron sus propios caminos y sólo supe de ella al cabo de unos años. Había muerto por los disparos de unos policias que la habían sorprendido haciendo pintadas contra el régimen en un pueblo perdido de las Alpujarras.
Mientras duró nuestra correspondencia me contó retazos de su vida que hoy rehago como un homenaje muy póstumo a un recuerdo de juventud.
A principios de 1935 la segunda república española parecía, a los ojos de los más ingénuos y entusiastas marxistas, definitivamente consolidada; más aún, parecía que estaba en vías de convertirse en un nuevo estado soviético en Europa, réplica del imperante en la URSS.
En ese marco nació la segunda hija de un exaltado sindicalista agrario de una pequeña localidad de Almería. La otra hija, nacida todavía en régimen monárquico, fue bautizada como no podía ser de otra manera, con el nombre de Flora. Le pareció a su padre que era el menos ceñido a la ortodoxia del santoral y que tenía ciertas connotaciones revolucionarias y agrícolas. Sin embargo, al nacer esta segunda hija diez años después, las cosa eran ya de otra manera; podía elegir como llamar a la niña con entera libertad; con que para mejor casar con el de la hermana, la llamó Fauna y así constó en el registro civil.
Casi de inmediato estalló la guerra civil. Muerte y sólo muerte. Hambre y sólo hambre. Miedo y sólo miedo. Todo acabó tres años después con odio y sólo odio. El padre de las niñas fue fusilado; bueno, le dieron el paseo unos falangistas que no eran ni siquiera señoritos, sino lacayos. Las dos huérfanas se criaron a trancas y barrancas. Flora se casó con  diecisiete años con el jefe local del movimiento. Fue, como muchos matrimonios de entonces, la reparación que un violador arrepentido ofreció a una de sus víctimas a la que dejó preñada en un brutal interrogatorio. Indagaba acerca de un tío de Flora, anarquista, que nunca fue encontrado. La muchachita. a sus apenas dieciséis años, era bonita y al verdugo se le fue la libido de las manos. Su confesor no ponía demasiados reparos para aliviarle la conciencia con unos padrenuestros y avemarías, pero a la hora de una honra mancillada, de un sexo desatado, el confesor era inflexible y tuvo que contraer sagradas nupcias con la novia embarazada de siete meses. Era un caballero. El nuevo matrimonio se llevó a la pequeña Fauna a vivir con ellos. El marido sólo puso la condición de que cambiara su nombre por uno mas cristiano; afortunadamente la niña no había sido bautizada, así que pudieron cristianarla e imponerle el nombre de Faustina que, al fin y al cabo, se parecía al suyo verdadero. De todos modos, Fauna no pudo nunca olvidar que su cuñado era uno de aquellos victoriosos exaltados que arrollaron cuanto de bueno pudo haber crecido en su vida, pero, como muchos entonces, ese rencor lo guardó larvado, enmudecido, como en una crisálida que tarde o temprano acabaría por romperse.
Había querido escribir una de aquellas consignas anarquistas de antaño, directas, irónicas, amargas, llenas de amor a la libertad. Una frase de Bakunin: "Ni dios, ni amo". Muy cortita la frase, pero ella sólo pudo garabatear el primer "ni". Dicen que se desangró allí mismo. Descanse en paz.

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