Esquemáticamente podría resumirse en que todas las crisis van precedidas de un fuerte período especulativo.
A su vez, este período de especulación desenfrenada se origina cuando se percibe una situación de negocio altamente rentable, por lo común producida por alguna nueva moda o por algún nuevo invento o descubrimiento. En el siglo XVII fue la fiebre de los tulipanes en Holanda.
Dicha novedad proporciona, en sus comienzos, fuertes ganancias y poco a poco la sociedad va intentando participar de algún modo en ese jauja del momento. Son tan rápidas y fuertes las ganancias que la gente no duda en endeudarse solicitando créditos de los bancos, los cuales los conceden de buena gana porque el proyecto para el que se solicita está produciendo rápidas y fuertes ganancias.
La situación de crédito fácil que se origina lleva a que cada vez más personas quieran participar del pastel en cuestión, la competencia de unos con otros inicia una carrera acelerada que va encareciendo cada vez más el producto con unos rendimientos cada vez menores, en parte por ese mismo encarecimiento, en parte por la saturación del mercado.
Al alcanzarse esa situación de saturación del mercado, al alcanzarse un rendimiento cero, la gente empieza a percibir que no compensa o que no se puede continuar en esa actividad. Los últimos que se incorporaron a ese mercado en alza continuada, se encuentran de repente con que ya no tienen expectativas de negocio rentables, que ya no existe comprador para ese bien adquirido a tan elevado precio, y pretenden salvar su inversión malbaratando a toda prisa de sus activos de los que ya no esperan obtener beneficio alguno. Lo malo es que ahora no hay nadie que demande esos activos. Las fuertes y rápidas ganancias se han trocado casi de la noche a la mañana en pérdidas todavía más rápidas y fuertes.
Como se invirtió a crédito, los bancos empiezan a no poder reembolsarse ni siquiera los intereses de los mismos, cuanto menos el principal de la deuda. No pueden seguir concediendo créditos y la economía en general se hunde súbitamente en una recesión más o menos escandalosa dependiendo del nivel de euforia injustificada de la etapa de especulación anterior.
Y achaca Galbraith este fenómeno de repetitiva estupidez humana, además de a la obvia codicia, a la consideración de inteligentes que se les da, sin razón alguna, a los que se enriquecen especulativamente, cuando la mayoría de las veces no hacen sino infringir toda clase de leyes humanas y divinas.
Mientras no seamos de una condición tal que no nos sintamos deslumbrados por el especulador que se enriquece aceleradamente las cosas no cambiarán. Caeremos una y otra vez en la euforia histérica de la especulación y en la no menos histérica tristeza de la depresión.
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