IV
Ya dije antes que ocupando casi toda la fachada orientada al norte estaba lo que llamábamos la bodega. Era un recinto rectangular al que se accedía bien por el amplio portón que daba al exterior, bien por una portezuela que comunicaba con la casa principal, pero por este segundo acceso daba miedo entrar, por lo menos a mi me lo daba; al entrar desde el exterior, sin embargo, la puerta era tan ancha, tan alta, que se inundaba de luz todo aquel recinto tan sombrío de otro modo.
Entrabas y allí mismo, a la izquierda, estaban aquellos dos enormes toneles de cemento; seguro que antes de que yo naciera, que antes de la guerra civil, aquellos enormes toneles habían servido para almacenar vino del campo de Cartagena hecho allí mismo. Yo, sin embargo, los recuerdo destinados a otros usos: llenos de trigo hasta los topes o vacíos y objeto de nuestros juegos. Luego ibas entrando cada vez en zonas más umbrías hasta llegar al fondo del todo al recinto donde estaban el lagar para la uva y la prensa para la aceituna. Antes había que pasar por otro espacio en donde estaba la mesa de madera donde se mataba el cerdo una vez al año.
Íbamos como a finales de noviembre mi abuela, mi hermana y yo a la matanza del cerdo. Los recuerdos que tengo de aquellas matanzas son, por una parte, placenteros, pero por otra, profundamente desagradables; los chillidos del verraco al ser acuchillado me resultaban espeluznantes. Pero una vez muerto el gorrino empezaba toda aquella liturgia oficiada por un experto matachín y secundado por todas la mujeres disponibles: mi abuela, la tía Juana, Concha y, en menor grado, mi hermana. Encendían manojos de yesca y chamuscaban la piel del recién muerto animal para quitarle todo vestigio de pelo. Luego el matachín empezaba a rajar y a cortar; limpiaba a conciencia las tripas del cerdo y, con un conocimiento heredado seguramente de varias generaciones de matarifes, llevaba a cabo la elaboración de los distintos embutidos: morcillas, longanizas (blancas y rojas), blancos, morcones, etc. Luego salaba las patas que se pondrían a curar. Toda aquella ceremonia se acompañaba, no se si es cierto mi recuerdo, con una botella de anís.
Todo aquello, una vez elaborado, lo metía mi abuela en una gran maleta de madera y, en un coche de alquiler, lo llevábamos a Cartagena. Aquel viaje era a su vez una especie de aventura; había que parar en la caseta de arbitrios a la entrada de la ciudad y declarar que no llevábamos ningún tipo de mercancía. Así lo hacíamos y ese momento de mentirle al empleado municipal era, para mi, excitante.