I
La casa de mi abuela, en La Aljorra , fue mi primera vivienda entre las que recuerdo, pero no lo fue verdaderamente; yo había nacido en la casa de las Casas Baratas y luego, siendo todavía un bebé, nos mudamos a la de la Subida de San Antonio, pero ya digo que la primera en mi conciencia es la de mi abuela en La Aljorra . Nos trasladamos allí cuando la situación en Cartagena se hizo crítica debido a la escasez de suministros y a los bombardeos aéreos con que nos hostigaba el bando “nacional”. Allí viví ininterrumpidamente, debido a la guerra civil, hasta que estuve a punto de cumplir los cuatro años; luego fue nuestra casa de verano durante otros diez años más. Además iba yo con mi abuela y mi hermana, ya bien entrado el otoño, para la matanza del cerdo.
La recuerdo como un inmueble enorme situado en mitad de un campo casi infinito. Formaba el edificio una especies de cuadrado como de cien metros de lado, aunque no todo era la casa de mi abuela. La mayor parte correspondía a un patio en el que había una cuadra muy grande. En mi memoria ni la cuadra ni el patio tenían utilidad alguna; seguramente la tuvieron en otros tiempos más lejanos porque en lo alto del dintel de la puerta de la cas principal podía leerse la fecha en que se construyó: 1756. También había en ese patio un palomar ruinoso, la única edificación de dos plantas, que obviamente tampoco servía ya para nada. A ese patio se podía acceder desde el exterior a través de una puerta muy ancha y alta que siempre recuerdo cerrada. ¿Para que se abriría si ni patio, ni cuadra, ni palomar tenían ya función alguna? Este portón estaba situado en el extremo sur de la única fachada con puertas; estaba orientada a levante.
Subiendo por esa fachada hacia el norte estaba primero la vivienda de los caseros. Allí moraban permanentemente el tío Juan y la tía Juana con una sobina-ahijada suya, Concha. Eran ya bastante ancianos cuando los conocí y Concha una solterona ya talludita que se casó luego con un buen hombre llamado Mariano y se quedaron a vivir con los padrinos de ella. Este Mariano trabajaba en Cartagena, en el Consejo, y todos los días hacía de ida y vuelta en bicicleta los quince kilómetros que nos separaban de la ciudad.
La siguiente vivienda era la que llamábamos la casica en la que había tres espacios habitables. Allí se instaló durante la guerra una amiga de mi abuela, doña Pepa con sus sobrinos Federico y Encarna. Después de la guerra la habilitó mi abuela como pajar y a veces íbamos a jugar sobre aquellos enormes montones de paja.
Luego ya estaba la nuestra vivienda. Vista desde el exterior uno veía una prolongada fachada rojiza con una gran puerta de entrada y cinco grandes ventanas con puertas acristaladas y contrapuertas de madera. A lo largo de la fachada, sólo interrumpido por la puerta, corría un poyete donde nos sentábamos a descansar después de los juegos cotidianos.
En el extremo norte de la fachada, por fin, estaba la bodega, detrás de cuya puerta se escondía un universo fascinante nunca acabado de explorar.
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