III
El comedor era una estancia grande con una también grande y maciza mesa de madera oscura capaz holgadamente para ocho comensales. Había también las correspondientes sillas a juego con la mesa. En un rincón, una cómoda enorme con cinco cajones; sobre ella, la caja de medicinas homeopáticas del difunto marido de mi abuela [1]; estaba la caja llena con algo así como sesenta botellitas de cristal traslúcido, acaramelado, a través del que se vislumbraban aquellas bolitas dulces y blancas que, a modo de preciadas golosinas, injeríamos los niños. La estancia tenía dos ventanales enrejados con pueras de cristal y complicadas contrapuertas de madera. Sin embargo lo que más me llamaba la atención eran las grandes fotografías, tamaño poster, enmarcadas en sólidos marcos. Creo recordar que había, por lo menos, cuatro: Mi madre, de niña, en una de ellas; en las otras, uno de mis bisabuelo materno [2] eternamente sonriente, mi otro bisabuelo materno [3] embutido en su uniforme de general de infantería de marina, y, finalmente, la madre de mi abuela, Catalina, con gesto adusto y un abanico plegado en su mano izquierda. Este retrato era inquietante; era uno de esos que parece que los ojos de la figura te siguen a todas partes a donde vayas. No eran cuatro, sino seis; se me olvidaba una foto de mi abuela de joven con un síguemepollo [4], aparecía muy guapa y traslucía un carácter firme y decidido y otra de mi abuelo con sus bigotes erguidos de militar.
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